16.2.09

Hubo una vez otro mundo (I)

Hubo una vez otro mundo. Aún puede verse su rastro, como sigue uno el del fuego cuando se apaga la lumbre. Barbara Tuchman nos habla de él el libro que acabo de terminar, La torre del orgullo.
Otro mundo.

Un mundo, en primer lugar, de patricios. El del gobierno conservador británico que tomó posesión en el verano de 1895. Personas que se dedicaban a la vida pública por herencia y que consideraban el servicio al Estado  más como una obligación y una carga que como un privilegio o una prebenda. Gentes como Lord Salisbury, que no creían ni en la democracia ni en la igualdad, y que pelearon duramente contra el impuesto sobre la herencia que el gobierno liberal de Lord Rosebery aprobó en 1894.

Un mundo en el que hacían furor las carreras de caballos. Y la ópera. Un mundo en el que los intelectuales no eran bien acogidos y en el que los judíos eran acogidos con recelo por ser gente “demasiado cerebral”. Un mundo de caza y un mundo en el que empezaba a haber “casas de campo” donde pasar determinadas temporadas al año.

Un mundo de poetas laureados, como Alfred Austin quien podía decir, sin que sonara extraño, que su idea del paraíso era “estar siempre sentado en un agradable jardín recibiendo un montón de telegramas que le anunciasen alternativamente una victoria inglesa por mar y otra por tierra”.

Un mundo en el que la Cámara de los Lores luchaba contra el creciente poder de los Comunes. Una Cámara, la de los Lores, en las que había miembros cuya familia llevaba más de quinientos años sentándose allí.

El mundo de Balfour, el hombre que puso de modo no sólo el golf, “ese maldito críquet escocés”, sino también la costumbre de salir los fines de semana al campo.

Un país que gobernaba el mayor imperio jamás conocido.
El mundo del final de la era victoriana.

Aquella gente en fin, de la que Chateaubriand pudo escribir aquello de que “guardaron el fuerte amor por la libertad de una aristocracia cuya última hora ya ha sonado”.

PS: “Un año antes de morir, la Reina, al regresar en su yate después de una visita a Irlanda, se vio importunada por un mar tormentoso. Tras el embate de una ola especialmente violenta llamó a su médico y le dijo […]: “Vaya arriba, Sir James, salude de mi parte al Almirante y dígale que el hecho no debe volver a repetirse".
Tuchman, Barbara W.: La torre del orgullo. Península, Barcelona, 2007. Página 75

PD: Todo el día en Valladolid

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se puede hacer decir muchas cosas a una anecdota (aun suponiendo que sea real). Que Victoria, reina constitucional del siglo XIX y ademas de Inglaterra, se creyese tal un vulgar Jerjes que podia dar ordenes al mar es, una imposibilidad. Lo que le ordena al capitan (que no al almirante que para empezar no hay ninguno en el yate real y que ademas solo tiene autoridad en la coordenacion entre navios y el uso tactico y estrategico de la flota pero no en como debe ser gobernado el barco en el que navega) es que cambie de rumbo para que las olas dejen de zarandear al barco tan severamente aunque eso suponga un viaje mas largo.