5.11.10

Tarde en el metro

El Metro. Un escaparate de la vida. Volvía a casa. Cansado. Nervioso. Algunas personas son capaces, a última hora del día, de ponerme tenso sólo con reunirme dos minutos con ellos. Me siento en el vagón. Entra un ciego. Unos cuarenta años, cargado con una mochila. Nadie le ofrece ayuda, nadie le cede un asiento. Me levanto, lo siento en mi sitio. Me busca mi mano con su mano también ciega y la aprieta. Mi moral es católica, y moriré con ella, claro. Cinco años en un seminario y haber nacido en la Castilla profunda imprimen carácter: la compasión con el que sufre es un deber ético de cualquier ser humano. No me gusta este mundo. En la siguiente parada entra un mendigo. Se pone de rodillas y clama por comida. Todos, yo el primero, miramos hacia otro lado. Una pareja de guiris: él probablemente alemán, ella quizá peruana. Él se acerca y saca de su bolsa una manzana y se la da. Rebusca y encuentra una naranja. El mendigo lo bendice. El guiri, avergonzado, le dice que no, que es lo que cualquiera haría, y le desea suerte. Los nativos miramos la escena. Pocos se conmueven ante un acto de bondad. Nos vamos haciendo mayores. Lo escribió Ángel González y yo lo escribo, como Pedro Rojas, con mi dedo grande en el aire mientras me bajo en mi parada: “áspero mundo para mis dos manos".

Luego a la noche mejor. Pero eso ya, desocupado lector, es otra historia...

No hay comentarios: