17.10.11

Hacia el norte, donde todo esto nació

Amanece Beirut. Ayer fuimos hacia el este pero hoy tocar ir al norte. La complicada salida de la ciudad. Los coches. Los anuncios invadiendo la carretera. El caos del tráfico. El dinero saudí, que todo lo riega y que es, a día de hoy, el mejor seguro contra una nueva guerra. Los controles del ejército. Constantes. Nuestro destino es Batroun. El casco está bien cuidado. Una ciudad llena de cristianos. Impresiona, para alguien como yo, entrar a una Iglesia y ver las inscripciones en árabe. Analfabetos como somos todos, confundimos árabe con musulmán, cuando la nación del mundo con mayor número de musulmanes no es ni siquiera árabe. Aquí ha habido cristianos árabes desde hace siglos. Van disminuyendo: occidente los desprecia o los ignora y nadie, me temo, volverá a dar la cara por ellos. Una iglesia maronita. Con un atrio que da al mar. Un espectáculo maravilloso a media mañana. Encontramos también una iglesia ortodoxa. Entro, como siempre, derecho al iconostasio. Esa parte mágica de estas iglesias, la representación simbólica de la separación entre el cielo y la tierra. Es la única pieza que busco cada vez que, como en aquel Monasterio Serbio, entro a una Iglesia ortodoxa.

Se acerca la hora del almuerzo y caminamos hacia Chez Magoui, un chiringuito al pie de un saliente sobre el mar. Uno elije el pescado y, mientras se lo hacen a la brasa, baja a pegarse un baño. De fondo, el mar. Ese tono azul que solo da el mar. Se nos va la comida, decadentes, y a los postres nos saluda una libanesa que vivió en Chile. La voz alta y las sonrisas delatan a los españoles cuando comen por el mundo alante...

El día empieza a caer cuando ponemos rumbo a Biblos. Esto sí que son palabras mayores. Aquí nació el alfabeto. Como suena. Unos doce siglos antes de Cristo. Lo crearon los fenicios. Los comerciantes. Los avances en el mundo los trae el comercio; ni clérigos ni funcionarios han aportado nada nunca. Había que comerciar, y había que dejar por escrito los tratos. Y los pictogramas ya no valían, porque no sirven para representar conceptos abstractos. Eso que hemos experimentado tantas veces cuando jugamos al Pictionary. Estar en la cuna de todo esto. La ciudad que dio su nombre a los libros. La que quizá sea la ciudad más antigua del mundo que sigue habitada hoy en día.

Paseamos y salimos al espigón del puerto. Un coqueto rincón que fue refugio de la élite cultural europea cuando esto era la Suiza del próximo oriente. La casa del mejicano Pepe, donde tantas estrellas vinieron a almorzar. Un zoco limpio rodeado de un caos de tráfico. En una iglesia ortodoxa celebran una boda. Qué iguales son los ritos en el mediterráneo. Las flores. El color blanco. Las prisas

Volvemos por la carretera de la cosa y nos atrapa el atasco de un domingo tarde en Beirut. Nos vamos a cenar al faro, en Beirut oeste. En la zona chií. En la Corniche, una de las zonas más hermosas de Beirut, rompiendo frente al mar. Al fondo, la noria. Junto a la noria. Probamos el narguile, con sabor a manzana y voy mirando a mi alrededor. La carta sin cerdo, como en toda la zona musulmán. La mujer chií parece más liberada que la suní. Lo que une a todas las mujeres aquí es su obsesión por las cejas: unas cejas robustas, negras y potentes: cuando no las tienen, se las pintan. Aquí parece como si la moda se hubiera detenido al principio de la guerra, en los setenta: el pelo, las hombreras, los ojos, parecen sacados de mi infancia.

Se nos ha hecho tarde ya y es hora de volver. Mañana nos espera Hamra.


PS: “Se prohibía el cerdo porque era peligroso cuando se lo ingería mal cocido, pues tenía parásitos

Johson, P.: La historia de los judíos. Vergara, Barcelona, 2004. Página 53

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