20.10.11

Quince años ya...

Era hija del ti Miguleán. Cuando nació, a principios del siglo XX, las mujeres eran poco relevantes. Tan poco relevantes, que ni siquiera fue inscrita en el Registro Civil del Ayuntamiento. Su madre murió pronto, cuando ella era aún una niña. Su padre, ya lo conté, marchó a Madrid. Las dejó a ella, que apenas tenía trece años, y a sus hermanas a cargo de vecinos y parientes, y antes pudo escribir en un papel que las hacía sus herederas por si le pasaba algo. Se hizo mujer. Y se prometió con su primo. El prometido marchó a África. A la maldita guerra de África. Volvió. Ella lo esperó. “Era tan buen mozo” me contaba a mediados de los años noventa, mientras charlábamos en la Pradera, al serano en la tarde. Se casaron. Tuvieron tres hijos. En la guerra civil, mataron a su cuñado. Uno de los hijos murió de niño. Los otros dos emigraron. Lejos. Ella y su marido se quedaron en la Sanabria. Era su tierra. Sus hijos volvieron. Todos los años. Llegaron los nietos. Yo la conocí ya mayor, claro, era mi abuela. La recuerdo bondadosa, con esa sonrisa que sólo ahora soy capaz de entender que algunas mujeres tienen y que les acompaña de por vida.

Nunca aprendió a leer. Ni a escribir. No lo necesitó. Era bondadosa. Cuando frisaba los noventa años, su nieto pequeño le preguntaba por su vida, qué cosas, debía pensar, este niño, con sus gafas y su universidad. Siempre sonreía. Me contaba que tocaba la pandereta de pequeña. Y que le gustaba mucho bailar. Una mujer sanabresa bailando: la imagino y me pasan por la cabeza sanabresas de varias épocas, bailando en una kermés en 1910 o en una fiesta en 2018, qué más da.

Se hizo mayor. Poco a poco. Sin dramas. Con dignidad. La última vez que la vi dormía, cansadita como estaba, en la escañeta de su cocina. Fue una premonición. Imaginé que quizá no volvería a verla despierta.

Murió hoy hace quince años. Y la traigo de vuelta porque la recuerdo con una sonrisa bondadosa en los labios. Martín Amis me contó una vez que, con independencia del cielo o del infierno, cuando mueren, los hombres van al corazón de las personas que los recuerdan. Y ahí sigue mi abuela, quince años después.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy entrañable Perdíu
El Coronel