17.11.11

Una buena manera de vencer la cólera del español sentado...

Escuchar es un acto de la voluntad. Lo natural es estar disperso, atento al vuelo de una mosca o incluso, ya ven, viendo la tele. Escuchar exige esfuerzo. Sentarse. Estar tranquilo. Asumir lo que alguien nos va a contar. Cuando quien habla es un humanista, lo mejor es olvidarse de todo y dejarse llevar. El ponente empezó a hablar. Y nos llevó a todos al siglo XII antes de Cristo. A una roca sobre el Duero. Ahí empezó la ciudad. Y siguió narrando, como si estuviéramos en las mil y una noches, una historia que nunca nos atrevimos a conocer: despreciábamos el Castillo de la ciudad y nos reíamos de su fortaleza. ¿Cómo pudo alguien decir que con esta porquería se defendía la ciudad?. Así que él nos enseñó a mirar. Porque conocer siempre es aprender a mirar. A ver de nuevo. A fijarse en otras cosas. Nadie nos lo había contando nunca: el juego de taludes, el jardín francés, la pérdida de perspectiva fruto de los rellenos de tierra a lo largo de los siglos. Y se hizo el milagro. Entendimos, como en Pentecostés. Hasta fuimos capaces de comprender el porqué de cuartel del XVIII. Luego fue todo más sencillo. La Casa de los Gigantes. La obra de Lobo. La necesidad de no convertir su museo en un Mausoleo: la oportunidad de intercambiar, de hacerlo grande. Los museos monográficos son tumbas para un artista, nos dijo. Lo del Castillo ha de ser un museo nacional de escultura moderna.

Y las Aceñas, qué decir de las aceñas. Siempre hay un porqué. Aunque muchas veces no lo conozcamos. Y cada detalle era una consulta al archivo. La compleja relación de la ciudad con el río. El papel del Cabildo. El negocio de la harina. La dificultad de entender la ciudad sin ellas. El problema de no entender que nunca habrá un hombre nuevo; venimos del pasado, y el pasado está en nosotros, en un sustrato silencioso del que nunca, ninguno, podremos desprendernos del todo...

Y de repente se quedó callado. En su cara se dibujaba la humildad del sabio. No quiero aburriros más, dijo en voz baja, que es el tono de voz que suelen emplear las buenas personas. Aplaudimos y volvimos a la vida real.

Lo miraba y pensaba en los hombres plenos. Los hombres humanistas (y no es un pleonasmo: muchos hombres no lo son, la mayoría ni siquiera se da cuenta). Esos hombres que, tras haber dominado la técnica, tras haber dialogado con la naturaleza acaban intuyendo, vaya si lo intuyen, que sin historia, sin música, sin geografía, sin literatura, sin pintura, no hay nada. Todo lo contrario de los los zafios doctos (bildungphilister), contra los que Nietzsche me puso en vanguardia a la vez que Ortega: esa barbarie del especialismo que lleva al técnico a no entender nada de lo que sucede a su alrededor.

Acabó de hablar y pensé en la obra de Claudio Rodríguez. E imaginé que cuando el poeta escribió que: “todos llevamos una ciudad dentro”, no podía estar pensando sino en Paco Somoza.

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