Aunque
en realidad es uno de sus últimos libros, el invierno
mediterráneo de Kaplan lo que recoge, en realidad, es el
primero de sus viajes. El texto recoge el recorrido que, a finales de 1975 y
con veintipocos años, el joven escritor realizó, durante un invierno, por el
mediterráneo. Es un libro magnífico,
como casi todo lo que le he leído a Kaplan cuando viaja, en el que se mezclan de
manera sencilla reflexiones sobre el propio concepto del viaje con la historia
de los lugares que el autor visita. El viaje comienza en Cartago.
Aquel Cartago con el que yo me tropecé por primera vez unas fiestas de Barrio a
finales de los ochenta. Era una tarde agosto y ya sabe, lector, que Lisboa
resplandecía. El día que muera, mi espíritu vagará libre por esos pocos
quilómetros cuadrados de superficie que contiene el triángulo que forman la Villa, el Mercado y el mi pueblo. Con todo lo que contiene,
claro. Y el grupo repetía, incansable: “Hijos
de Cartago, la victoria es nuestra, sabrán los romanos de nuestro valor…”.
Quizá ningún sitio como Cartago, aquella ciudad fundad por los fenicios en el
siglo IX antes de Cristo, como para comprender por qué el concepto “historia”
está ligado de manera íntima al de “conocer”. Sin historia, no podemos entender
nada del presente. Cartago, aquel Cartago que se ve desde
Chez Magui mientras uno ve caer la tarde con una copa de vino en la mano y
unas aceitunas en el plato. Todo empezó aquí, cuando las dos riberas del
mediterráneo eran en realidad un solo territorio, más unidos entre sí que con
el resto de Europa o el Sahel
africano.
El
viajero recorre también, para nosotros, la Muqadima
de Iben
Jaldún y nos muestra lo que un texto intemporal nos
puede enseñar, tantos siglos después. Y algunas pinceladas mayores. No es
extraño que la primavera árabe estallara en Túnez, precisamente. Una sociedad
articulada y razonablemente urbana; una civilización ancestral frente a lo que
han sido Argelia o Libia: meros nombres geográficos sin ninguna tradición
societaria detrás. Más pinceladas: la llegada del cristianismo, una religión
revolucionaria, ligada a los pobres, y que también llegó por mar. San Agustín
es una muestra de aquella África mediterránea más ligada, ya digo, al mar que
al desierto, y que desapareció en el siglo VII con la llegada, esta vez por
tierra, de unos nuevos invasores que
esta vez venían por tierra. Y llegaron para quedarse
muchos siglos…
PS:
Cuanto más bello es el paisaje, más arde
uno en deseos de devorar su pasado y su cultura: toda la vida intelectual
reposa en última instancia en la estética.
Kaplan,
Robert D.: Invierno
mediterráneo. Un viaje por Túnez, Sicilia, Dalmacia y Grecia.
Barcelona, Ediciones B, 2004. Pág. 37
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