28.2.13

La vida en una cena para dos


A las personas no se las gana comiendo. Se las gana conversando. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Y lo recuerdo quizá porque hoy tengo delante Castiella en todo su esplendor. Era un restaurante añejo, pero pudo haber sido cualquier otro. Era el Madrid de los Austrias. Aún se podía oler la madera quemada del Viejo Alcázar, ardido apenas hacía dos meses. Cerquita está enterrado Don Diego, en la Iglesia de San Juan Bautista, ya saben, aquel bisnieto de judíos senabreses. Era uno de aquellos  restaurantes que permiten la intimidad de la conversación, uno de esos que van desapareciendo, aunque siempre he pensado que  deberían ser un bien protegido culturalmente; está uno harto de cenar y oír todas las conversaciones de otros comensales. Se nos fue la noche hablando de la vida, de la muerte, del influjo de la química en lo que somos y en los que pensamos. En ese miedo que me asalta cada vez que intuyo que también el libro albedrío quizá no sea más que una construcción cultural. Hablamos de aquella tierra, de la mía y la suya, y de este Madrid que se nos empieza  a quedar grande a los que ya frisamos los cuarenta. De las ilusiones rotas y de todo lo que hemos ido dejando por el camino. De fondo, cada poco, algunas arias italianas y algunos lied alemanes. La maldición de ser un inculto musical, se acompaña, en mi caso, de un estremecimiento cada vez que oigo a una mujer hermosa cantar un aria en directo. Eso es el arte. Me quedo algo atrás con los lied. Igual que hay algo mágico en el italiano cantado, como lo hay en el gallego o en el catalán, hay algo siniestro en el alemán cantado. O quizá es sólo mi imaginación. Pero la musicalidad de las lenguas latinas que no están contaminadas por el vasco es muy superior a la del resto. 

Eran casi las dos cuando nos levantamos.

La vida era esto. 

También era esto.

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